sábado, 10 de septiembre de 2016

BENDITA MÚSICA


Cuando una obra maestra nos conmueve, escuchamos en nuestro interior la misma llamada de la verdad que impulsó al artista a crearlaAndréi Tarkovski.
Leí esa cita ayer, al inicio de un magnífico documental del Bosco que mi marido estaba viendo en casa, mientras yo repasaba el programa que hoy les traigo de recuerdo.



Miré la tele por encima de las gafas y me mordí la mueca con que hacía memoria… Efectivamente, el concierto número 23 del Ciclo de Conciertos Corales, al que asistí a finales del invierno pasado, me conmovió.

La Asociación Coral “Villa de Móstoles” y la Orquesta de Cámara del mismo nombre, dirigidas  ambas por Ramón Ceballos Amandi, me abrieron la ventana del cuarto del autor… de los ocho autores… En aquel concierto, sentí el aliento creador de ocho artistas que nacieron en muy distintas fechas (de 1525 a 1943).



Mi hijo Daniel había tocado con la orquesta “Villa de Móstoles” en varias ocasiones, pero yo conocí la agrupación aquel día, en la Parroquia Nuestra Señora de las Delicias, de Madrid.

Me colgué al cuello la cámara de fotos y me senté en uno de los primeros bancos. Aparte de las danzas, el programa tenía carácter sacro. Nos ofrecía obras para orquesta; obras para coro y orquesta y obras a cappella, sin acompañamiento instrumental alguno.


Cuando volví la vista hacia la puerta, vi un público no demasiado numeroso. Entre aquellos rostros felices había dos personas sorprendidas, como si nada hubieran sabido del concierto hasta que pisaron el umbral de la iglesia. Fue su atónito parpadeo lo que me recordó el momento de mi primera… revelación (esa verdad de la que hablaba Tarkovski arriba).


Yo debí de pestañear así hace muchos años. Ocurrió visitando Venecia, cuando entré en la Basílica de San Marcos con mi atuendo de turista y, por pura casualidad, me encontré con la interpretación a cappella de no sé qué obra de arte polifónica que me dejó sin habla. Tampoco supe nunca qué coro la cantaba ni quién lo dirigía. Yo no entendía de música –no entiendo– pero, bajo la cúpula dorada de San Marcos, comprendí sin ningún género de dudas que aquel artista y yo (fuera él quien fuese) habíamos compartido escalofrío. 

Sentí una mezcla de vértigo y flojera y, para no levitar de emoción, me tuve que agarrar al banco con más fuerza. De repente, entendí que la belleza no estaba solamente en los mosaicos bizantinos, en la basílica, en la plaza, en los colores, en los perfumes, en los canales de Venecia… No sé por qué, ese día, las voces de aquella coral me hablaron en mi idioma –casi sordo hasta entonces– de la belleza misma.  

¿Han experimentado alguna vez tal sensación de clarividencia? Era como si el autor de aquella  música deliciosa me hubiera invitado a pasar a su cuarto, mientras componía, y me hubiera prestado su oído y su lenguaje. 

La verdad que contemplé aquella mañana de verano formará parte para siempre del mosaico de mi vida. Gracias a esas teselas luminosas –de pan de oro y cristal– puedo admirar el arte con esta fe infinita. Tras el primer cantar de mis cantares (aunque Babel se empeñe en ser Babel), sospecho que hay un vínculo entre el cielo y la música (sagrada o no).

Seguramente, la primera conexión de espíritus se realizó en la primera caverna en que alguien dibujó su verdad con el dedo tiznado y alguien –mucho después– se asomó a mirar las huellas dactilares… Cuantas más galerías abra el artista entre el arte y la persona que contempla, más sencillo será identificar lo que tiene de humano el arte eterno. El deleite es elástico, y ha venido a quedarse.

Gracias a todo eso, también hubo delicias en Delicias este invierno. La Cantique de Jean Racine, de G. Fauré, "el Brahms de Francia", me pareció especialmente intensa, ligera, majestuosa… Ignoro yo por qué me conmovió, solo sé que lo hizo. Sentí la apacible fuerza de su música y volé más allá de las voces, abrazada al respaldo de mi asiento, para no volver a levitar.


Más fotos del concierto:












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