lunes, 22 de diciembre de 2014

Contar es lo que cuenta

(Viene de atrás)

Y hablando de lentitud y de tareas pendientes, entre mis lagunas de fin de año, quiero subsanar el silencio que había guardado respecto a las dos últimas presentaciones de mi novela “Palabras Mayores”…




También hubo música en ambos actos. Como ya anuncié en mi Página de facebook, el piano sonó en Navalagamella, a mediados de noviembre. Mi hijo, Andrés Poncela, tocó la Sonata 466 en Fa Menor de Scarlatti y un Preludio del Clave Bien Temperado en Sol Mayor, de Bach.


El periodista José Manuel Ribeiro Feliú organizó el acto a modo de diálogo. Me sentí muy cómoda hablando con él sobre mi novela. Recuerdo también con satisfacción mi charla con Dani, un niño de Getafe que había entre el público. Estaba tan admirado por la música de Andrés, que sospecho que, no tardando mucho, se hará pianista.


La semana siguiente, sonaron violines en LA LIBRE DE BARRIO.


Es una acogedora librería de Leganés que recibió con aplausos los preciosos dúos de Lúa Míguez y de mi otro hijo, Daniel Poncela.

… Bueno, la Libre no es sólo una librería, es también un café, una sala de exposiciones, un lugar de encuentro donde tomarse algo y construir otro mundo mientras charlamos sobre este, alrededor de la camilla.

Con este montaje fotográfico felicité al Museo del Prado en su 195 aniversario,
poco después de hacerme de Twitter: @MontalbanAutora

Yo ya había estado en la Libre otras veces; la última, en la presentación de la novela “Alguien dice tu nombre”, del gran García Montero.

Ignacio Rodríguez, de ViveLibro, Luis García Montero y Carmen Montalbán

Aquella tarde, además de hablar de “Palabras mayores”, escuchamos dulces y afinados dúos de Mazas para Violín. También oímos cantar a Lúa, que tiene una voz cristalina. Ella y mi hijo han sido alumnos de la misma profesora en el Conservatorio de Móstoles: María Dolores Encina, a quien está dedicada mi novela.


Presentó el libro uno de los libreros asociados en La Libre: mi amigo Teodoro Paciencia Moreno. Dijo cosas muy hermosas de la historia y me comparó con autores magníficos: García Márquez, Juan Rulfo, Miguel Torga… 

Recuerdo la experiencia con una emoción cálida, hogareña, acentuada aún más por el chaparrón que estaba cayendo en la calle. Hacía un tiempo de perros mientras nosotros hablábamos plácidamente de Aguado (la aldea hundida en lo más profundo de mi novela, al fondo de ese lago en el que nada duerme).


Por pura coincidencia, las familias de dos de los asistentes al acto procedían de pueblos que sucumbieron bajo las aguas de alguna presa, en el pasado

n mi novela hay un agradecimiento para
José María Iribarren, en cuyo magnífico ensayo, El porqué de los dichos, se ha inspirado y documentado. Mi novela está plagada de dichos que hablan de los dichos. En Navalagamella y en Leganés conté uno que suele referir mi madre y que (salvo en mi novela) no se ha recogido, todavía, en ningún diccionario de este tipo… eso creo: ¡Ya estamos aquí todos, ángeles divinos!
Aunque ellos no habían vivido directamente el desalojo de sus poblaciones, sino a través de los relatos de sus padres o abuelos, comprendieron bien que, cuando un pueblo se hunde, sus habitantes pierden la raíz. 
Así había intentado yo pintar a mis personajes: en un ambiente ondulante, como huérfanos de ciénaga o fantasmas del camino… Han tirado la piedra y han escondido la mano. He hundido Aguado por eso: no sólo para que ustedes sientan las cosas más hondamente, sino para que ellos arrojen sus cadáveres. Los trapos sucios salen a flote en cada capítulo, cuando caen en las redes del tiempo.

¿Y qué mejor momento para regresar a lo antiguo que ahora, cuando estoy aprendiendo a moverme en las redes sociales? Aquel día, en la libre, hablé del fondo turbio y misterioso en que se forman las leyendas; ésas que crecen como bolas de nieve desde el mismo momento en que empiezan a rodar de unos labios a otros.

“¡Ya estamos aquí todos, ángeles divinos!” forma parte de una anécdota que circulaba antaño por la Siberia Extremeña. Habla de un hombre de pocos estudios que se compra un burro en la feria y que se arma tal lío con el importe que, luego, durante mucho tiempo, todo el pueblo le pregunta por el trato, para burlarse de sus cuentas… El hombre está harto de tener que detallar sus regateos delante de unos y otros, hasta que encuentra la manera de contarles su aventura a todos los habitantes de la aldea a la vez…

Si queréis saber cómo se las arregló al final, leed mi novela.



Ahora solamente puedo decir que el móvil de mis personajes para que vayan formando esa cadena de muertes es, precisamente, la palabra. Da igual que le busquemos apellido a una niña (otra vez, protagonista mexicana) o denominación para un vino español, lo importante es nuestro modo de llamar a las cosas… 

Como decía el otro, las palabras pinchan, cortan, embisten, envenenan o matan de risa… Es la literatura de la vida la que me empuja a soltar, aquí y en mi novela, una verdad como un puño: lo que cuenta es contar.

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