Ayer abrí una
carpeta sin nombre en mi ordenador y me reencontré con las fotografías que hice
en el Museo
de la Ciudad, de Móstoles; en el Recital de Música de Cámara con que
alumnos y profesores del Conservatorio Rodolfo Halffter despidieron el
primer trimestre. Esas fotos estaban olvidadas a propósito: son malísimas. Pese
a todo, ayer, cuando los músicos reaparecieron en mi pantalla y los vi a lo
lejos, entre las cabezas desenfocadas que abarrotaban la sala, no me importó demasiado
mi incompetencia como fotógrafa.
Escuchar música de
cámara es un placer tan relajado como el de bordar al sol… u observar los
avatares de una hoguera. Si el encuentro con esos pequeños grupos ocurre en una
sala del Museo de la Ciudad, entre sus cálidas maderas, aún siento más esa
serenidad otoñal.
No hacen falta buenas imágenes para hacer resonar en mi
memoria piezas como las de aquel programa; impresiones que no se enturbian ni
con el ruido de mis fotografías.
Esa es la razón de
que mis recuerdos saquen algo en limpio de los borrones verdes de aquellas
imágenes. Mirándolas me acuerdo, por ejemplo, del ambiente mágico en que me
colocaron las dos piezas de Max Bruch
que abrieron el concierto. Ni siquiera tamaño desenfoque ha impedido que, hoy,
el delicado diálogo entre la viola y el clarinete, bajo la constante compañía
del piano, se materialice de nuevo.
Había escuchado en casa a mis dos hijos,
ensayando juntos y por separado las partes que les correspondían de piano y de
violín en la pieza de Carl Böhm. Ahora, ante sus retratos, me
viene a la memoria que, cuando escuché el
trío completo en aquella audición –con el violonchelo de Eduardo del Río–, la obra me pareció nueva (toda una revelación); de
apariencia ligera, pero vigorosa, eficaz, encantadora…
También el Haydn que pude disfrutar aquella tarde en el Museo de la Ciudad, sin tener que
ser yo princesa de Esterházy, me resultó de lo más inspirador.
Lo mismo digo de Mozart, tanto del alegre Divertimento como del Cuarteto. Incluso en
mis fotos puedo presentir el recogimiento intimista de los antiguos salones de Milán, sin haber
tenido que salir de Móstoles.
Aunque yo estaba en
la última fila, recuerdo que, aquella noche, tras la pieza de Almicare Ponchielli que cerró el
programa, vi un lápiz en una silla y pensé que era el de Almicare, que había
venido a firmar las partituras de los jóvenes músicos que las habían tocado.
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