viernes, 2 de marzo de 2012

“El perro que comía silencio”, Isabel Mellado

Nací hace ocho o diez perros, cuatro gatos y tres periquitos. Mi cumpleaños ha caído en domingo; que es, justo, cuando mi espejo tiene el día libre. Aprovechando que era fin de mes, me marché a las rebajas. “No voy a dejarme derrotar por la edad”, dije para mí, “o acabaré volviéndome tan masoquista, que un día lloraré de oreja a oreja”. Antes de que el reloj me extirpase la tarde entera, me fui a oler las sensaciones de la nueva temporada y, quizás, a apadrinar un libro. En seguida, le hice ojitos a un librillo de cuentos de Isabel Mellado. Un posible comprador lo ojeaba tan absorto, que sentí que me estaba perdiendo algo. Se lo arranqué de las manos, lo confieso. Sus páginas, hechas de carne de espejo, formaban un marco perfecto para mirarme. La primera hoja me devolvió la mirada, como si intentase desvelar el secreto de la mía. Después, como era de esperar, el libro me apadrinó a mí. Desde entonces, soy un precioso ramo de relatos y me gusta titularme “El perro que comía silencio”.

“En el origen”. Foto: Carmen Montalbán
En fin, que me llevé un chucho callejero a casa ─que, por cierto, estaba hecha un chiquero─ y, en vez de guardián, se hizo el amo. Mientras él ocupaba el sofá, le eché un vistazo al primer relato, que se llama “El perro que comía silencio”, igual que el libro entero. Un paso más allá de su primera corteza de silencio, ya no podía ver mis piernas. Estaba siendo engullida por el libro sin que el perro intentase evitarlo. De modo que no tuve más remedio que partir de viaje en este tren de cuentos, a alcanzar cercanías insospechadas.   
No me preguntes de qué trata cada uno, pero me parece que el conjunto habla del silencio; del que nos devora y del que devoramos cuando el alma y el espíritu se expresan a través del sueño, del arte, de la literatura, de la música, del pensamiento…
El libro está dividido en tres partes, llenas todas ellas de historias alegres, frescas, disparatadas y breves.
I) En Mi primera muerte, visito el laberinto personal en el que habita mi minotauro. El silencio es, aquí, la palabra desnuda y, antes de que yo pueda comérmelo, lo ha digerido la literatura, junto con todo aquello que nos guardamos cuando obliga el ombligo y que nos hace engordar por dentro. O morir… Porque, en fin, ya se sabe, vivir acorta la vida, y una empieza a morir cuando se viste el primer corazón de cuero negro.
II) En La música y el resto, el libro crece para que le quepa más música dentro y puedan salir a pastar los sonidos. También aquí hay mucho silencioen mi menor: el del trance musical, el anterior al concierto, el del creador, el del auditorio obnubilado… La música los devora y, de paso, hace bailar las esquinas paralíticas de mi alma al ritmo avasallante de un violín tan afortunado como un trébol de cuatro cuerdas. En estos relatos, el tiempo se mide en acordes y la luz respira en síncopas. Cuando el mundo empiece a sonar feo, sírvase la nota que desee, son todas de una ternura irrefutable.
III) En Huesos, el silencio acaba convertido en esqueleto de las cosas esenciales. No tengo tiempo de enumerarlas ahora: porque, en este bloque, el reloj no hace tictac, sino Kaput. Sólo diré que son huesos que hay que roer a conciencia y que la dejan a una deshuesada. Estos aforismos y microrrelatos se leen a toda velocidad… se leían; pero se quedan esculpidos en la mente, por lo que dan para más de una vez.


“Música en los huesos”. Foto: Carmen Montalbán
Cada cuento me deja una mueca; cada mueca, un ahora distinto. La autora, Isabel Mellado, me los hace vivir con el tobogán de su lengua elocuente, un tono sincero, un descaro virtuoso, y un estilo sin frases de marketing. Yo diría que es algo estrafalaria (a veces, me agarra por el pescuezo y me zarandea, para que se me caiga el filtro amortigua-mundo), pero Isabel narra con la veracidad de los sueños más veraces y sus palabras, que crujen como granos de café recién tostado, resultan encantadoras. Para mí, es imposible no entrar en su órbita. Su literatura alcanza la fuerza de una mano abierta a la hora de mostrar mundos sumergidos. ¿Que cómo lo consigue?: con tres o cuatro verbos de cuidado; un puñado de nombres encendidos como antorchas, y unas frases voraces que, en seguida, devoran el silencio; a ver si, así, yo dejo de estar sorda.

A lo que iba: que encendí el libro y leí la vela. Todo se llenó de formas, de posibilidades, de reflejos… Sentía sobre mí una avalancha de primeras cosas: pensamientos que se dilatan; rugidos luminosos, olores inmensos, colores que domestican a los objetos, y sílabas que brincan de un lado a otro, liberadas de sus leyes de tránsito… Empecé a preguntarme si esto era sueño o página. Supe inmediatamente que se trataba de surrealismo, y no porque yo fuese suspicaz, sino porque Isabel (que crea ficciones exuberantes sin la censura de la razón) me había hecho ciudadana de lo onírico. Mirando a ver si estaba delirando, le perdí pronto la perspectiva al asunto y algo se desató en mí. ¿Cómo no? Aquí, puedo probar todos los sentimientos que desee tomarme. Puedo ser todo lo que no soy; y puedo ser, también, todo lo contrario. Puedo encarnar a la piel del día; al ojo del huracán; a la enigmática Mona Lisa, o a un violonchelo que canta bocanadas de arpegios mañaneros. Puedo ejercer de gato de salón o pasar por un sueño de mujer que se convierte en rana si la besas… En fin, que esto empezó a ser real y mi habitación, si acaso, un espejismo. Ya sabes: si en un sueño das un beso, entiendes de pronto el porqué de los labios; por eso me encuentro tan a gusto aquí.  

Por eso me encontraba tan a gusto aquí. Mi lectura ha terminado, pero aún guardo su lumbre y su misterio. Yo ya presentía que, como todo cuerpo extraño, sería expulsada de estos cuentos tarde o temprano. Estoy frente a mi espejo, que hoy trabaja: a mis salidas del arte, se empeña en que parezca más persona. Cierro el libro silbando, igual que un globo cuando lo dejan libre. Es el aire que he respirado en él. Decir que me ha gustado sería como decir que me gustan los pulmones. La voz de musgo de Isabel Mellado sigue mellando mi oído cuando descubro que ya es muy tarde. Mi reloj se lame los bigotes frente a las sardinas dormidas del plato. Yo no las necesito: hoy, sólo me alimenta un silencio antioxidante que me ha quitado peso, años y patetismo. No he adelgazado, pero tengo los huesos bien afuera y el alma me chorrea por los dedos. El perro que comía silencio” me ha dejado llena de higos frescos. Tampoco siento envidia porque las coles duerman. Yo he soñado. Y sin tener que contar putas ovejas. Hace cinco días que buceo en el sueño número 4734265870XL de Isabel Mellado. Es un sueño bonito en que las catedrales tienen cúpulas verdes de cáscara de sandía y las conchas de las playas son besos de antepasados.


“Tréboles de cuatro cuerdas”. Foto. Carmen Montalbán

Ahora voy a dormir, a ver si cicatrizo. Me dejo la música puesta; me pongo encima mi nave interplanetaria de guata barata, apoyo la cabeza entre las consonantes esparcidas, y declaro este día terminado. Debo hacer algo pronto, para que la noche caiga y yo pueda robarle del bolsillo algún sueño. Así que, nada: Saludos, sol. Mañana nos veremos. ¿Y en qué andará el mundo a todo esto?
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El perro que comía silencio” (páginas de espuma, 2011), que hoy comento con sus propias palabras, es el primer libro de la violinista Isabel Mellado (Chile, 1967)

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