sábado, 17 de abril de 2010

“Mujeres de ojos grandes”, Ángeles Mastretta

Mujeres de ojos grandes” es un libro de relatos ─37 en total─ que transcurren en Puebla, México, en distintos momentos del siglo XX. Todos ellos están protagonizados por mujeres que crecieron en un ambiente de revolución y pueblos en tinieblas al que apenas había llegado la luz eléctrica ni ─mucho menos─ las ideas feministas. Por una costumbre todavía en uso en algunos pueblos, a los nombres de esas mujeres, sean o no parientes, se antepone cariñosamente la palabra “Tía” (Tía Leonor, Tía Eugenia…), pues son consideradas familiares ─o ancestros, si han muerto─ de la comunidad.

Ángeles Mastretta (Puebla, 1949) es autora, además, de “Puerto libre”, “El mundo iluminado”, “El cielo de los leones”, “Ninguna eternidad como la mía”, “Arráncame la vida”, “Mal de amores”…

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LO QUE HEREDAN LAS MUJERES

La causa exacta de mi extravío de hoy es un libro de cuentos, “Mujeres de ojos grandes”. Me lo regalaron Tía Isabel y Tía Lola aprovechando mi entrada en el blog sobre el encuentro de Valencia “Mujeres por un mundo mejor” y mi pasión por México y Latinoamérica. Debo de tener antepasados cholultecas, porque México me huele a paraíso. No se puede despreciar tal maravilla. Con el libro aún cerrado, ya me supo la boca a especias, nuez y chocolate rasposo. Sin mayor trámite, encendí mi vela y mi codicia, me encerré en la despensa, me empiné sobre mi cuaderno, con un lápiz en la oreja, y le pedí a la autora que me contase algo. Su voz me llegó traída por un caracol de mar con sólo abrir “Mujeres de ojos grandes”. Fue como abrir ventanas y barandales. De pronto, me encontré en el cerro cuyas casas parecen estrellas de cuatro lados. Acá estuve hasta ahora, paseándome por el pasado; bajo la misma lluvia que caía, con sol y sin sol, sobre pirámides, volcanes y mujeres de susurro apacible y ojos transparentes para mirar y mirarse.

Ángeles Mastretta conoce el poder de la palabra, pues la usa para estrechar lazos entre las mujeres y robarnos un poco a las otras. Tía JOSE Rivadeneira, la protagonista de su último relato, tuvo una hija que cayó enferma a las pocas semanas de nacer. Un día, ya sin esperanza, la madre empezó a platicarle al oído, como quien se platica a sí misma, los ires y devenires de esas antepasadas de las que la niña había heredado los ojos grandes y cuya vida prolongaría si abría los suyos. El tiempo de las mujeres de las que hablaba Tía Jose lo marcaban relojes de todos los tiempos. Algunas eran niñas aún en las historias que protagonizaban y, otras, abuelas con más de cien años y más de mil dolores, pero que no soltaron el hilo de este mundo mientras les quedó algo por hacer: atar a la vida a las que nos quedamos rodeando sus camas; acercarse a nuestro oído y contarnos su secreto antes de morirse por última vez. Ése es el hilo ─preciso y precioso─ que amarra a la vida a la hija de Tía Jose Rivadeneira; el mismo hilo que usa Tía Ángeles Mastretta para hilvanar las historias menos obvias de esas heroínas del siglo pasado gracias a las que podemos, hoy, comer, engordar y hablar de las cosas sin ningún recato. Es ese tejido hecho de mujeres lo que, en un gesto de cordialidad y buen tino, Tía Ángeles Mastretta ha venido urdiendo hasta aquí, hasta el relato que cierra el círculo; o, mejor dicho, que lo proyecta hacia el futuro (en la mirada, por fin desafiante, de esa niña) y hacia fuera del libro (en la mirada ávida de esta lectora ─yo, Tía Carmen─ en cuyas manos está ahora la madeja).

Porque las protagonistas de estos relatos habían heredado algo más que sus ojos de luna intrigosa. Todas eran preguntonas, imprudentes y bien hechas. El pelo de todas era subversivo y bajo sus rizos, crecían pensamientos. Tan bien les funcionaba la cabeza, que no se conformaban solamente con la paz escondida en las macetas. Y conste que, aunque extravagantes por su fortaleza, ninguna era Juana de Arco. Los tiempos no estaban para ingenierías. Por menos de nada, te quemaban la casa o te rompían la crisma con una silla. Salías intacta de milagro. Pero, además, estaban los resabios de la inquisición; los espíritus y sus chocarrerías; las malas lenguas; las verdades irrefutables; los pecados clandestinos y las culpas que te caían después, de golpe; la pena de no tener hombre y la de tener hombre de sobra; el linchamiento colectivo al que había de enfrentarse la que cometiera el menor desvarío…

Pese a su nostalgia de ser sólo ellas, ¿qué papeles heroicos habrían podido desempeñar, si vivían sin tiempo de alegar siquiera? Bastante tenían ya con coser y cantar. Eran novias más o menos decorosas; esposas que se sabían a sus maridos al derecho y al revés; amigas de tranquilidad contagiosa, con paz hasta en el modo de escoger verduras; asistentas de todo Dios, limpias como vasos recién enjabonados; princesas de las que zurcen calcetines; reinas de la cazuela; moldeadoras de buñuelos con un niño en cada mano; máquinas capaces de mover más cosas de las que nunca será capaz de mover la ciencia; y, para remate, madres sonrientes y ligeras como hadas madrinas; cargadas siempre con la buena dosis de mecanismos que instalarán a sus hijos en el cuerpo para crecerles y quitarles la zozobra.

Sin embargo, ni las protagonistas más ancianas hablan para contarnos amarguras. Berrinches a otra parte. Aunque la vida las hubiera torturado con un largo resumen de imposibles, conversaban con toda la alegría de su alma, porque eran de ese tipo de seres humanos que se arrugan para arriba. En su afán de encontrarle a este mundo su mejor lado, no existía Dios capaz de pararlas. Sus sonrisas eran sortilegios; para ellas y sus descendientes, porque las alegrías también se heredan. Querían que agradecerles la vida fuese darles las gracias por algo más que por una continua sucesión de tormentas.

¿Algo tormentoso y dichoso a la vez?: la pasión; esa pasión que nos vuelve suma, pero que sumamente tontas. No sé ni cómo a nuestras afanosas tías de antaño aún les quedaban ganas de escalar azoteas, pero lo cierto es que también a ellas les caía el amor del cielo, les pintaba confusión en la cara y ponía sus cabezas en desorden hasta volverlas por completo del revés. ¡A ver quién atina a recobrar el alma tras haber empezado a tejer quimeras! Clandestina yo también, he metido la nariz debajo de sus camas y he visto cómo querían: sin vueltas; con el corazón de arriba y con el de abajo. Se entregaban hasta las uñas, acariciando como si tuvieran que grabarse al hombre en la memoria de los dedos. Amaban como cabras o mapaches enloquecidos y extrañaban como perros, en un caos espantoso de mocos y lágrimas.

Antes de terminar la última mordida de mi libro, miro al infinito, como si algo se me hubiera perdido en la Vía Láctea, y me quedo dirimiendo el mensaje escondido en la obra. Lo que pasa es que todas somos mujeres por un mundo mejor, como gajos de una misma trenza. Porque los caminos, libertades y derechos, una vez recobrados, también se heredan. Son genes dominantes. ¿No los hemos de merecer desde siempre y por todas las razones?

No busqué a Tía Lola y a Tía Isabel para darles un beso por este regalo porque se lo quiero quedar a deber, pero he leído con el brío de una llama, brinca y brinca, sin asomarse a ninguna otra cosa en diez horas de olvido. La mezcla de sabores de estos cuentos (tres agrios, uno dulce… o al revés) es deliciosa; si no fuera tan tarde, los habría empezado de nuevo. Con la dichosa Mastretta no hay tiempo que dure. Dios le conserve la lucidez y la buena leche. En susurros, me ha dicho que ni el peor viento nos quitará del alma los susurros con que nos susurraron. Platicando conmigo, ha sido despiadada y alegre, rápida y generosa como el olor a pan. Agradezco sus ásperos y sutiles hallazgos y su afán por descubrirme la punta de cada maraña en la vida y milagros de sus protagonistas, que me provocan una ternura del diablo. Se ve que la paso bien investigando en los ojos de esas mexicanas sin remiendos que Mastretta ha sacado a relucir para que yo los mire con los míos, recién asombrados. ¿Cómo carambas le hace para que no me quede con la pena de sus penas, sino con el feliz desasosiego de haber vivido sus vidas?

Y una de las cosas que más contenta me deja es que esto acabe en el umbral de una historia; en la vida de una niña sin otro equipaje que el futuro. La literatura inconclusa puede quedársenos creciendo dentro, como los pellizcos que me llevo de cada libro para susurrarlos después aquí. También quiero ser inconclusa yo; así que vámonos yendo a la mañana de hoy. Espero que no se me noten las nubes en la cara.

…En fin, lo de siempre, mi vida, que nos van a deber vida eterna.

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