miércoles, 4 de marzo de 2009

“La lluvia amarilla”, Julio Llamazares

La lluvia amarilla” (1988) narra la historia de Andrés ─de Casa Sosas─, el último habitante de Ainielle, un pueblo abandonado del Pirineo aragonés. El protagonista habla ─en un monólogo─ de quienes abandonaron el pueblo o murieron; convive con los muertos hasta que descubre que él mismo es uno de ellos; hace balance de su vida y de los desvaríos de su mente en esa soledad tan difícil de asumir, y espera a que lleguen a enterrarle los hombres del pueblo de al lado.


En esta novela breve, Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955), consigue un clima lírico a través de una red de impresionistas y complejas metáforas que entrelazan al hombre y al paisaje. Llamazares es autor, además, de dos obras poéticas –“La lentitud de los bueyes” y “Memoria de la nieve”─, y de novelas como “Luna de Lobos”, “Escenas de cine mudo” y “El cielo de Madrid”. También ha escrito ensayo, libros de relatos, de viajes, artículos de prensa y guiones cinematográficos.
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LA LLUVIA AMARILLA” Y SU PODER DE OCULTACIÓN


Hoy cortarán la luz y arreglarán la avería eléctrica de Casa Montalbán. Con el apagón, comenzará a anochecer. Cansada de dar vueltas en la cama, buscaré algo que leer con la linterna. Después de todos estos años, me reencontraré con “La lluvia amarilla”, que ─por aquello de la muerte y la metáfora─ me recuerda a una de las obras literarias que más admiro, “Pedro Páramo”.

Hoy, en vez de a Comala (en su páramo ardiente), voy a viajar a Ainielle (colgado en un barranco, entre la bruma). En vez de recibir alguna bofetada de calor, sufriré el agarrón de la mano invisible de la nieve.

La muerte de la que habla Llamazares apenas ha empezado ─aquí─ a extenderse; eso sí, va avanzando. Se mueve. La lluvia cae aún. Hablamos de una muerte en plena lucha por disolver las cosas; una muerte con cuerpo todavía; con olor a moho y sabor a podrido y a veneno. En “La lluvia amarilla” hay corrupción, hay lepra, hay humedad, hay musgo y hay carcoma; hay madreselva, ortigas, maderas que se pudren, vigas que van al suelo y se disuelven bajo los cielos líquidos. Julio Llamazares sabe algo de eso. Nació en un pueblo hoy desaparecido bajo las aguas del embalse de Porma… Si no me engaña la memoria (aunque para eso esté, para engañar), la muerte de la que habla Llamazares es más orgánica que la de Rulfo, en la que los fantasmas ya están establecidos en el pueblo y es el vivo ─quizá─ quien se aparece…

Recordando a “mi genio” mexicano, frotaré la lámpara del leonés ─otra envidia de libro─. Será tal mi atracción, que no podré pensar en acostarme mientras no lo relea. Sí, seguramente así será como me vea, de pronto ─en medio de la noche y del silencio─, sobre los montes del Pirineo de Huesca, rumbo a Ainielle.

Con esta sensación tan turbadora de paz y de peligro, y sin saber adónde acabaré, buscaré las ruinas del pueblo contra el poniente, a la luz de esta misma linterna. Penetraré en los dominios del olvido corriendo, por sorpresa. En este gran silencio, incluso mis pisadas inspirarán miedo. Con el aliento helado, iré hasta donde grita la lechuza, dejándome llevar a las sombras espesas. Habré de ir bien armada por estas soledades. El libro con que viajo será mi arma y mi mapa para no perderme, cada poco, en este tortuoso despeñadero.

Aquí, aunque no lo vea ─entre zarzas, ortigas, y maleza─, debe de estar el pueblo. La hojarasca de los chopos habrá borrado ya hasta su última huella, pero yo desenterraré sus calles, aunque me vea obligada a apartar hoja a hoja ─del libro y del otoño─ con la varilla rota del paraguas. Al fin, entre las vigas y las tejas derrumbadas de otras casas, daré con Casa Sosas ─la única habitada─ y hallaré la presencia o la sombra de presencia de su único habitante vivo. O Quizá no; quizá incluso a él lo encuentre sepultado por las hojas... por las páginas.

Porque los chopos, al desnudarse, no sólo colorean y desdibujan el paisaje con este desamparo amarillento, también descargan lastre en nuestro corazón; lo cubren de recuerdos y lo pudren. La hojarasca del pecho es una aguada de melancolía; una capa de olvido que convierte en oro todo lo que toca. La cal de las paredes, los calendarios, los bordes de las cartas, los tejados, las fotografías… todo adquiere matices de oro viejo. Al fin, hasta la nieve amarillea. Y los ojos que la miran.

El día que yo aparezca en su pueblo fantasma, Andrés ─de casa Sosas─ ya habrá clavado en mí sus ojos amarillos. O habrá oído mis pisadas sigilosas. La sola idea de presentirlo, espiándome por la espalda, ya me aterra. Pero, cuando me encuentre con su hálito irreal y su escopeta, sabré que él también tiene miedo de mí, de la sangre en la nieve y de sí mismo. ¿Qué hará cuando me vea?

Por ahí dicen que está loco, pero es sólo un solitario cazador de perros viejos. Desde que su mujer ahogó las penas con la soga, él ha estado aquí, solo; desesperadamente solo con el viento de Francia y su rastro de pájaros muertos. Solo con esa perra sin nombre y ese fuego que ya no compartirá con nadie… salvo con los fantasmas que se empeñen… y conmigo, si me deja.

Primero, habrá de permitir que encuentre su escondite. Habré venido a eso. Para que piense, para que hable, para que viva, para que ocupe el día, y coma, y duerma… Habré venido, sobre todo, para que no se vuelva loco antes de tiempo. Así pues, saltaré las cerraduras y tiraré las puertas que hagan falta. Irrumpiré en cocinas habitadas por muertos. Registraré portales, esquinas, tapias; y, después, si me atrevo, estrellaré la luz de mi linterna contra todos los rincones de sus piezas, de sus cuartos. Hasta que nos tengamos frente a frente.

De repente, asustado y hosco, se quedará mirándome. No acabará de creer que me esté viendo. Aquí, la intrusa del libro; acá, el último perro guardián de Ainielle. Después de tantos años enterrado en su pueblo, una visita. Durante algunas páginas, se resistirá a mi compañía; pero, cuando se sobreponga a la sorpresa, acabará aceptándome al arrimo de su lumbre y, al fin, contra la amanecida, echará a rodar recuerdos como espinos.
Me hablará de las personas que ha perdido y de los fantasmas que empieza a recobrar. Recordando lejanas primaveras, le oiré contar del tedio de esta casa cuando cerraron todas las demás. De sus viejos vecinos, desertores. De su primera noche sin Sabina, ya totalmente solo, cuando incluso hasta el viento se marchó, barranco abajo. Del jabalí desangrado. De la perra. De la soga de esparto en su cintura. De esas sombras tiradas como trapos. De todos los recuerdos que uno entierra. De los cuerpos que arrastra por la nieve. De retratos que quema y de hogueras que arden bajo tierra. Me hablará ─se hablará─ de esa respiración ─¿o es, acaso, la mía la que suena?─; del aullido del río; de los perros ahogados; del miedo a la locura; del otoño infinito; del momento en que el tiempo comienza a discurrir en sentido contrario; de los bancos de niebla del recuerdo…

Habré venido a que me enseñe sus secretos y a que me hable de las cosas que convierten el alma en un abismo. Si le engaña la memoria, nos engañará a los dos. Él ya ha tenido bastantes víboras; bastantes agonías reventadas a tiros. Ahora, al menos, tendrá a quien pedir ayuda. Si ha de morir, que muera acompañado. Él, que me grite “¡Dadme agua y matadme!”, que yo ya veré lo que hago. ¿O es mi voz la que suena?

Y si, por un casual, me lo encuentro ya muerto ─ojalá que sea un muerto dormido─, él no será el primero y el último en saberlo. Alumbraré las cuencas amarillas de sus ojos; cerraré sus párpados; velaré su cuerpo, y lo arrastraré luego al cementerio, con su soga al cinto. Le daré sepultura en la fosa que él mismo ha cavado. Le cubriré de tierra y de hojas secas, y lo dejaré al lado de Sabina y otras almas sin dueño.


Cuando todo termine ─mi libro, él y Ainielle─, será noche cerrada. Todo a mi alrededor, en el otro mundo. ¿Seré yo una excepción? Jadeante y nerviosa, apretaré el paso, saldré al camino y les contaré la noticia a las piedras. Hay que hacerlo. Luego, la noche quedará para quien es y yo volveré a casa Montalbán, con mi historia. Sí, seguramente, será así. Desandando el camino, ya no me hará falta ni la linterna, pues este libro alumbra con el brillo y la rabia de un relámpago.

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