martes, 10 de junio de 2008

“El extranjero”, Albert Camus


“El extranjero” (1942) es una novela del escritor francés Albert Camus. En el ambiente posterior a la II Guerra Mundial, esta obra denuncia la carencia de valores del mundo contemporáneo.

“El extranjero” narra la historia de Meursault, un hombre afincado en Argel que comete un crimen sin motivación alguna.

A pesar de estar relatada en primera persona por el protagonista, la novela tiene un tono frío que denota la ausencia total de implicación por parte del narrador. Meursault encarna la filosofía del absurdo, la alienación, el desencanto… A él todo le da igual. Bajo esta gélida perspectiva, Camus conduce al antihéroe a una constante indiferencia. Lo único que hace que Meursault se sienta seguro es su propia existencia. La vida no tiene sentido fuera de él mismo. Ni religión ni sociedad ni leyes… todo es demasiado incierto. Y aburrido. Le aburre, incluso, su propia muerte.
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Mi grito ante el libro de Camus



Desde el principio de la novela me pregunto hasta qué página puede durar mi relación con el protagonista de Camus.

A Meursault no le interesan los problemas del vecino. Le da igual casarse que no casarse. Le da igual irse a París que a la playa. No tiene ambiciones. Según él, nunca se cambia de vida. No capta el dolor que siente un viejo al perder un perro. El sufrimiento ajeno le da sueño. Le aburren los domingos. Hasta el entierro de su madre le resulta pesado. Le molesta el calor y le fastidia el llanto de las mujeres. Para él sólo es un trámite. Nada ha cambiado. Si su madre ha muerto, no es culpa suya. Puede irse a bañar al mar. Puede ir al cine y acostarme con María sin hacerle ni un comentario…

Lo único que siente Meursault son las demandas de su cuerpo, el hambre, el sueño, el calor, que el sol brille demasiado o que la toalla esté húmeda...

Camus conocía el riesgo que se corre cuando es un personaje tan apático como Meursault quien nos narra la historia en primera persona. Sabía que un antihéroe como él no despierta simpatías y que el lector, por tanto, iba a tener difícil ─o imposible─ la tarea de identificarse. Aún así, lo empleó.

Quizás confiase en la curiosidad.

Meursault observa la vida con curiosidad, pero sin extrañeza. La vida es un mecanismo que no despierta sus emociones. La observa como si contemplase un reloj. No le disgusta, pero tampoco le apasiona. No es culpa suya que funcione así. Meursault es un observador, no un relojero. Con la misma distancia con que yo lo miro a él, Meursault sigue al detalle los movimientos de una desconocida que pasa por la calle. Lo único que le mueve a hacerlo es una curiosidad que no cambiará su vida… aunque, si la cambiase, podría acostumbrarse a ello. Podría acostumbrarse a viajar, a vivir en París, a ser amigo de Raimundo, a casarse con María… Uno acaba por acostumbrarse a todo…

Lo admito: la curiosidad me ha vencido a mí también. Llevo casi la mitad del libro y aún no lo he cerrado. Me pregunto hasta dónde llegará la indiferencia de Meursault y sigo.

El sol le deslumbra, el calor le sofoca. El árabe que hirió a Raymond le muestra su cuchillo y él dispara. No tiene móvil alguno cuando aprieta el gatillo y tampoco asesina llevado por la cólera. La culpa de todo es del sol, que le molesta y le hace disparar una vez . Y cuatro más. Este domingo sí será distinto.

Por fin, respiro. Imagino que esto le hará reaccionar. Que, finalmente, tendrá que luchar por salvarse a sí mismo. ¿O no lo hará?

Ni siquiera en la cárcel se siente desgraciado, pero ahora, al menos, recapacita. Está prisionero. Su apatía se difumina un poco. Reflexiona. Algo es algo. Piensa en el paso del tiempo, en la falta de libertad, en que no tiene mujer, en la prohibición de fumar… Por primera vez, parecen importarle algunas cosas.

En el juicio, se siente el único intruso, el extranjero. Oye hablar de sí mismo con curiosidad. El juez busca su arrepentimiento y él no se conmueve. Se considera inocente de su crimen, pero no muestra sentimientos de injusticia ni arrepentimiento. Se confiesa aburrido, más que culpable. ¿Seguirá entregado a este absurdo silencio, sin hacer ni el menor intento de luchar por su vida? Eso parece.

El abogado apela a la confusión que le ha producido la muerte de su madre y él declara, impasible, que no sintió dolor ni conmoción. Meursault nunca ha podido sentir verdadero pesar por nada ni por nadie. Además, su madre se aburría sola y él no tenía para mantenerla. Hablar de ella no le emociona, le fatiga… Al menos, es sincero. Pero, claro, tiene el juicio perdido, y él lo sabe.

Desde ese momento, se hablará más de él que de su crimen. Meursault ha matado a un hombre, pero ahora no le juzgamos por haber matado, sino por no lamentar haberlo hecho.

Yo también le juzgo, por supuesto. Me identifico con el fiscal más que con él, solo que mi rechazo no se debe a que sea un mal hijo. Ni a que considere a Dios una cuestión sin importancia. Eso, para mí, también es lo de menos. Yo no le juzgo porque sea un Anticristo, porque sea inteligente o porque no tenga imaginación. Yo no le reprocho que no tenga ambiciones. Lo que me impulsa a cerrar este libro es su indiferencia por todo, incluso por mí misma. A Meursault le da igual lo que yo sienta. Ni por él ni por nadie. Sin embargo, continúo leyendo.

Porque el día de su ejecución, por primera vez, piensa en su madre y en la apatía del mundo. Tiene recuerdos alegres. Se siente pronto a revivirlo todo. Le concedo una tregua… Al menos, hasta que descubro que sigue sin emocionarse; que sólo espera que la gente grite con odio en su ejecución.

“Hasta aquí hemos llegado”, me digo. Y cierro el libro.

Albert Camus se ha salido con la suya. Resulta que la historia ha terminado.

Ese grito que suena lo he dado yo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Un inevitable proceso donde no hay ni rebeldía ni esperanza.

té. dijo...

No.
Estás acostumbrada a
las reglas de la sociedad,
esas reglas que Mersault
no entiende y lo hacen
extranjero.
No es frío, es diferente.
No siente el amor de la misma
manera que las demás personas
y no cree que debe demostrar
sus sentimientos siempre. Llorar
en la muerte de la madre es
lo que todos hacen, el no.
El es extraño a las costumbres.

Mersault es un genio.